miércoles, 3 de diciembre de 2014

CAPÍTULO 12 - LA CARTA

Catherine había vuelto al piso de alquiler hacía una semana para asistir a las últimas clases que tenía antes de que le dieran varios días libres para que pudiera prepararse en condiciones los exámenes finales de la última semana de enero y la primera de febrero. Yo me había quedado en mi ciudad natal para que me pusieran el pie de carbono y, de paso, pasar más tiempo con mis padres.
Hacía unas horas que habían sustituido mi antiguo pie ortopédico por el nuevo y noté el cambio nada más apoyar la pierna en el suelo. Era mucho más flexible, más cómodo y amortiguaba mejor mis pisadas. Debía quedarme por el pueblo por si surgía algún problema con mi nueva pieza para así poder acudir a mi médico de forma más rápida.
Para estrenarlo había decidido ir a correr con mi padre. No me podía creer lo bajo en forma que me encontraba aunque mi padre estaba peor que yo. Pidió que descansáramos un momento y bebió de una fuente del parque. Coloqué mi pierna semi-robótica sobre un banco de madera y estiré el muslo. Mis músculos agradecían este ejercicio, se me estaba empezando a agarrotar el cuerpo.
- ¿Cuánto hacía que no corrias? - Le pregunté a mi padre.
- ¿Septiembre, octubre? Más o menos por esa fecha. - Se secó la boca con el dorso de la mano. - Ya se me empiezan a notar los años.
- Y los días petrificado en el sillón de casa. - Sonreí y estiré la otra pierna.
- Antes corría a menudo, no me perdía un día de carrera por mucho que lloviera o hiciera frío. - Movió el cuello y oí cómo le crujía. - Estoy perdiendo facultades.
- Yo antes podía correr durante una hora sin apenas sudar, ahora tengo suerte si consigo aguantar 45 minutos. - Tomé un sorbo de agua de la fuente. - ¿Seguimos? - Le pregunté a mi padre, que se secó el sudor de la frente y asintió.

Llegamos a casa tras una hora de carrera y otra de marcha, completamente sudados. El frescor del aire de mediados de enero había enfriado mi rostro y lo notaba tirante y pringoso.
- Ya no voy más a correr contigo. - Dijo mi padre mientras abría la puerta. - Madre mia, mañana no me voy a poder levantar de la cama. - Solté una carcajada y le di una palmadita en la espalda.
- Unas cuantas semanas más y te acostumbrarás. - Me miró.
- ¿Semanas? No creo que aguante tanto. - Negó con la cabeza aunque pude ver la sombra de una sonrisa en los labios.
- ¿Qué tal la caminata, chicos? - Preguntó mi madre con el cesto de la colada apoyado en la cintura.
- Agotadora. - Resumió mi padre.
- Pero gratificante. - Añadí. - Me lo agradecerás en un par de días, ya verás.
- Lo que tú digas, me voy a la ducha. - Dijo frotándose la parte baja de la espalda mientras subía los escalones.
- ¿Y la pierna? ¿Te ha dolido?
- Afortunadamente no, la media que me mandó la doctora es bastante cómoda y el pie nuevo se adapta a mi forma de correr como si fuera el mío propio. - Le respondí a mi madre.
- ¡Priscilla! ¿Dónde diantres has metido mi maquinilla de afeitar? - Gritó mi padre desde el primer piso.
- ¡Yo que sé, tú sabrás donde dejas tus cosas! - Respondió a voz en grito mi madre. Todavía seguían enfadados, o disgustados, como mi madre prefería decirlo, y yo seguía sin saber por qué. Se suponía que por algo que había hecho mi padre aunque me daba la sensación de que yo tenía algo que ver en el asunto.
- ¿Aún disgustados? - Curioseé.
- Si y como tu padre siga en las mismas voy a tener que intervenir. - Murmuró para sí. Entonces me miró con los ojos muy abiertos, como si se hubiera dado cuenta de que había hablado más de lo que debía. - Olvídalo, hijo. ¿Cuándo vuelves a la gran ciudad? - Cambió de tema.
- Cuando Cath termine los exámenes, no quiero distraerla aunque me cuesta no tenerla cerca. ¿Tan pronto quieres perderme de vista? - Me hice el ofendido.
- ¿Cómo se te ocurre decir eso? Te quiero aquí a mi lado, y cuanto más cerca mejor. Solo preguntaba para saberlo.
- Ya lo sé, mamá. Estaba de broma. - Le pellizqué una de sus regordetas mejillas y le guiñé un ojo. Me dispuse a subir las escaleras.
- Pues ni se te ocurra pensar eso. - Me contestó muy seria y siguió con sus quehaceres.

Mis días desde que se había ido Catherine se resumían en echarla de menos, hablar apenas un par de horas con ella por teléfono, pasar tiempo con mis padres y ver a Jack cuando tenía algún hueco libre no ocupado por Isabelle. Estaba jugando con mi padre al baloncesto en la canasta que estaba colgada sobre el garaje, hice una pausa y entré en casa para saciar mi sed. Mi madre estaba sentada en la mesa de la cocina, moviendo pensativa su bolsita de manzanilla en la taza. La saludé al entrar y me serví una bebida energética.
- ¿Estás bien? - Le pregunté y ella asintió, sacando la bolsita. Se echó una cucharada de miel y removió el contenido haciendo girar la cuchara. No dejaba de moverla y miraba seria a la mesa, perdida en sus pensamientos. - Creo que la miel ya se ha disuelto. - Dije, miró la taza y dejó la cuchara en el pequeño plato sobre el que reposaba.
- Cariño, ¿te importaría traerme una rebeca del último cajón de mi cómoda? Me está entrando un poco de fresco.
- ¿Ahora? - Señalé al patio. - Es que estamos en mitad de un partido.
- Déjalo, no tengo tanto frío.
Volví junto a mi padre con una extraña sensación. Debería haberle hecho ese favor a mi madre, no me costaba nada. Bueno, en realidad, subir las escaleras era un reto para mi cada vez que lo hacía a pesar de tener mi nuevo juguete.
Terminamos de jugar y me dirigí a mi habitación a por ropa limpia para ducharme. Para llegar a la mía antes debía pasar por la de mis padres, la puerta estaba entornada. Me detuve en el pasillo, pensativo. Escuchaba a mis padres empezar, o mejor dicho, retomar una discusión en la planta baja pero, como en las otras ocasiones, no conseguía entender qué decían. Me colé en su dormitorio siguiendo mi intuición y sentí como si pisara un lugar sagrado. Solo entraba en esa habitación si era estrictamente necesario y esta era una de esas ocasiones.
Miré a mi alrededor y lo vi todo ordenado, con algunas fotografías en blanco y negro de familiares ya fallecidos y el crucifijo sobre la cama. Pensé en la petición de mi madre, el último cajón de la cómoda. Con la sensación de que estaba haciendo algo malo abrí el cajón y descubrí que ahí era donde mi padre guardaba sus camisetas de verano. ¿Y la rebeca que me había pedido mi madre? Siguiendo un impulso rebusqué entre sus prendas y encontré algo más, que crujió entre mis dedos. Un sobre blanquecino con la dirección de la casa y a mi nombre. Era fino y no se veía antiguo ni estropeado, parecía como si se hubiera recibido hacía poco tiempo. Y ya estaba abierto. Oí la voz de mi padre acercándose, cerré el cajón y me encerré en mi habitación sin que se diera cuenta.
Una vez allí escondí el sobre bajo la almohada y esperé a oirle bajar las escaleras para recuperarlo. Me senté en la cama y saqué su contenido. Era una carta formada por dos hojas. La leí:

Hola, Dean.

No se si me recuerdas pero soy Thomas Carter, periodista de investigación en Afganistán, ¿cómo va tu pierna? - Claro que me acordaba de él. Nos habíamos encontrado en el refugio oculto en el sótano de una casa tras las explosiones que me hicieron las quemaduras y me hirieron la pierna. Era el único que hablaba mi idioma y me explicó que no habían tenido más remedio que amputármela o sino la infección se hubiera extendido y hubiera muerto. No podría olvidar a ninguno de los supervivientes que habían estado allí refugiados conmigo. - Siento mucho decírtelo pero esta no es una carta de cortesía, Faheema me ha pedido que te haga llegar un mensaje y esta es la mejor forma que se me ha ocurrido ya que en este momento no dispongo de una conexión a internet en condiciones para encontrarte. - Faheema, la niña afgana que me salvó la vida llevándome hasta un lugar seguro tras las explosiones. - No me voy a andar más por las ramas, te traduzco palabra por palabra lo que ella te quería decir:

Dean, ¿me recuerdas? Yo a ti sí, y mucho. Espero que te vaya bien y muchas gracias por tu ayuda, ahora las explosiones no son mi principal problema aunque aun tengo pesadillas con mi hermano y contigo. - Tú también estás en mis pesadillas, pensé. - El primo de mi padre me quiere vender a un rico comerciante de Pakistán y no quiero ni pensar en lo que me van a obligar a hacer. Tiene fama de ser un hombre malo y he oido cosas de él que no me atrevo a repetir. No se cuándo me comprará, espero que te llegue este mensaje antes de que sea demasiado tarde.
Tengo miedo, Humayoon. - Significaba afortunado, así era como me solía llamar. No me cabía duda de que era ella. - Ayúdame, llévame contigo, sácame de aquí. Por favor, sálvame.

Las manos me temblaban y tuve que tomar aire para terminar de leer el contenido de la carta:

Por favor. - Repitió. - Si pudiste alejarme de las bombas, podrás alejarme también de ese horrible hombre. Que Alá te proteja.

Mi dirección está en el remitente. Ahora mismo no paso mucho tiempo allí pero no te preocupes, tengo una persona de fiar a cargo. Cuídate.

P.S.: Te dejo mi correo electrónico: mrcarter-thomas@email.com 
Thomas Carter

Me quedé mirando la carta, con un torbellino de sentimientos y pensamientos acumulándose en mi interior. Mi padre era el que la había ayudado, había conseguido encontrar a su familia y le había mandado con ellos, aunque ahora esa parecía haber resultado una pésima idea. Mi padre, quien había leido esta carta y la había escondido de mi. No me lo podía creer, la había leído y no había hecho nada ante las súplicas de esa pobre niña.
Me levanté bruscamente y encontré a mi padre sentado en su sillón de siempre viendo un concurso en la televisión.
- ¡¿Cómo se te ocurre?! - Le grité.
- ¿Perdona? - Me miró extrañado a la vez que molesto por mi tono.
 - ¿Quién te crees que eres para violar mi intimidad? - Agité la carta en el aire. - ¡No tienes derecho abrir cartas a mi nombre y mucho menos a esconderlas!
- ¿Cómo has encontrado eso? - Preguntó poniéndose en pie. - ¿Te lo ha dicho tu madre?
- ¿Eso es lo que te preocupa? ¿El cómo? A mi me importa más el por qué. ¿Por qué lo hiciste?
- Porque soy tu padre, es mi deber alejarte de todo lo que te pueda perjudicar.
- Esto es el grito de auxilio de una niña indefensa, - dije conteniendo la voz - ¿y no pensabas hacer nada? - Terminé alzándola de nuevo. - ¡Acudió a mi en busca de ayuda y yo ni siquiera sabía la existencia de esta carta! ¿Cuánto tiempo me la llevas ocultando?
- Dos meses. - Sentí como si me hubieran dado un patada en el estómago. Primero me quedé sin aire y luego vino el dolor.
- ¡¿Dos meses!? - Repetí. Mi madre apareció en el salón alertada por nuestros gritos.
- ¿Qué ocurre? - Preguntó. Me giré hacia ella, dolido.
- ¿Tú lo sabías durante todo ese tiempo y tampoco me dijiste nada? - Le enseñé la carta. Negó con la cabeza.
- Solo desde hace dos semanas, poco antes de tu cumpleaños. - Entonces entendí sus discusiones, el comportamiento extraño de mi madre, cuando dijo que tendría que intervenir si mi padre no cambiaba de idea, su petición de antes... Estaba tratando de que descubriera la carta por mi mismo sin que fuera demasiado evidente que me lo había dicho ella, y todo por temor a las represalias de mi padre.
Nos quedamos en silencio, los tres. Un silencio que se me hizo eterno pero que solo duró unos segundos. Me seguían temblando las manos, esta vez de rabia. Me volví hacia mi padre.
-¿Por eso querías pasar tiempo conmigo: los Tigres, salir a correr conmigo, el baloncesto...? ¿Para sentirte mejor contigo mismo? ¿Menos culpable?
- No, ¡no! - Distinguí un tenue destello de remordimiento en su mirada aunque su cabezonería siempre iba por delante. - Lo hice porque quería hacerte un gran regalo, uno que te gustara de verdad y te hiciera feliz. Y mereció la pena, esos ojos brillantes por la emoción y la alegría merecen todas las mentiras y trampas que tenga que hacer para que seas feliz.
- ¿Crees que soy feliz ahora? - Le pregunté, serio. Me di media vuelta y pasé junto a mi madre.
- Dean, por favor. - Murmuró. Cogí la chaqueta y salí de casa. - ¡No te vayas!
- ¡¿Adónde crees que vas, jovencito?! - Escuché la voz autoritaria de mi padre a mi espalda.
- ¡Lejos de vosotros! - Respondí sin girarme. Notaba la rabia en mi interior y caminé sin detenerme hasta llegar a casa de Catherine. Entonces recordé que no estaba allí. Me dirigí al parque que solíamos visitar ella y yo cuando empezamos a salir, aquel en el que le di la noticia de que me iba a la guerra. Estaba desierto, no hacía un buen día para que los niños juguetearan en la calle. La furia había desaparecido y ahora me sentía cansado y traicionado. Me senté en un banco refugiado del viento, los ojos me escocían por las lágrimas acumuladas y lloré. Lloré de rabia, de impotencia, de tristeza ante la situación de Faheema y de dolor ante las mentiras de mis padres.

Era bien entrada la noche, desde el patio trasero de mi casa veía las luces encendidas de la planta baja. Ya no me quedaban lágrimas que derramar, solo una firme determinación de que tenía que alejarme de allí y solucionar el problema de Faheema lo antes posible. Miré el árbol junto a la ventana de mi habitación por el que solía bajar y subir siendo niño. Ahora me era imposible debido a mi pierna así que tendría que entrar por la puerta, aunque fuera la trasera.
Abrí la puerta de la calle que daba a la cocina y entré con sigilo. Miré los malditos escalones con una mueca y los subí despacio, tratando de no hacer ruido. La madera crujió bajo mis pies y mi madre apareció corriendo con una expresión de alivio en su rostro.
- ¡Dean, has vuelto! - Me abrazó y me dejé. Me era muy difícil estar enfadado con ella, al fin y al cabo me había ayudado a encontrar la carta. Mi padre apareció a su espalda, muy serio. Le miré con todo el rencor, el dolor y la decepción que sentía hacia él.
- No estaré mucho por aquí así que no os acostumbréis. - Aparté a mi madre con suavidad y ascendí lo escalones que me quedaban para llegar al rellano. Me encerré en mi habitación e ignoré los intentos en vano de mi madre para que comiera algo. Catherine me llamó a la hora de siempre.
- ¡Hola, mi querido esposo! - Su voz me relajó y me hizo sentirme mejor. Una pequeña sonrisa se dibujó en mis labios.
- ¿Nos hemos casado y no me he enterado? - Rió.
- Tan tontorrón como siempre. ¿Qué tal? - Mi sonrisa se borró.
- Esperando tu llamada. - Respondí eludiendo su pregunta. - ¿Cómo te ha ido el día?
- Fatal. - Ya éramos dos. - El estúpido del señor Shu... ¿Te acuerdas de él, el incordioso profesor que siempre nos está mandando callar, de ahí su mote, de la peor asignatura que tengo y al que le caigo mal?
- Como para olvidarlo. - Respondi.
- Pues me ha mandado a repetir el trabajo porque cree que es "superficial e infantil". - Casi podía verla hacer las comillas en el aire y poner los ojos en blanco. - Palabras textuales. Entonces, ahora, además de estudiar para todos los exámenes que tengo, tengo que empezar mi trabajo desde cero. Ya que lo tenía todo organizado, las horas que le tenía que dedicar a cada asignatura, los días para cada tema... Estoy agobiadísima, apenas tengo tiempo para comer, para dormir, ni para hablar contigo, ni siquiera para mi misma...
- Muy bonito, pones a la comida y a dormir por delante mia...
- Sabes que si no duermo bien no soy persona y que si tengo hambre no me puedo concentrar. - Lo sabía de sobra. Suspiré, la necesitaba a mi lado.
- Lo sé. - Hubo un silencio.
- ¿Me vas a contar ya lo que te pasa o tengo que hacerte un interrogatorio?
- ¿Por qué piensas que me pasa algo?
- Dean, por favor... Te conozco mejor que a mi misma. Cuéntame. - Tomé aire y comencé a relatarle, sin omitir detalle, todo lo ocurrido. Bueno, quizás omitiera que me puse a llorar como un niño pequeño en un solitario parque infantil, pero eso carecía de importancia. Tras una pausa dijo:
- Y yo que pensaba que repetir el trabajo del señor Shu era malo... - Solté una carcajada sin saber por qué.
- Te echo de menos. - Dije.
- Yo también. Ojalá estuvieras aquí, te abrazaría y no te soltaría nunca.
- ¿Nunca?
- Nunca. - Repitió.
- ¿Ni aunque tuviera que ir al baño? - La escuché reirse al otro lado de la línea.
- En ese caso haría una excepción. - Seguimos hablando hasta altas horas de la madrugada. Ella había decidido saltarse su autoimpuesta hora de dormir para hablar conmigo y se lo agradecía. Tanteamos varias formas de ayudar a Faheema pero no se nos ocurrió ninguna realmente útil.

David, mi compañero fallecido en batalla, me estaba diciendo algo pero no conseguía oirle. Estaba en mitad del desierto y una humadera de polvo me impedía verle bien. Llevaba su reloj de bolsillo con la inscripción Siempre contigo en el reverso sobresaliéndole del uniforme militar. No la dejes, leí sus labios. No la dejes, repitió. De repente, se convirtió en Faheema.
- Ayuda. - Pidió. Antes de que pudiera acercarme a ella un tipo con la cara tapada la cogió en brazos y se la llevó. Gritó, completamente pálida.
Me incorporé sobresaltado. Me sudaba todo el cuerpo y el corazón retumbaba en mis oídos. Había sido un sueño, solo eso. Parpadeé para acostumbrarme a la oscuridad y vi a David sentado en la silla de mi habitación, mirándome con gesto de desaprobación.
- No vas a poder salvarla al igual que no pudiste salvarme a mi.
Abrí los ojos conteniendo un grito. Di un respingo al ver una sombra alargada sobre la silla. Pestañeé con fuerza y suspiré aliviado al darme cuenta de que solo era un montón de ropa sucia. Apoyé la espalda en el cabecero de la cama y me froté la cara. Esta vez estaba despierto de verdad, me sequé el sudor de la frente y miré la oscuridad sumido en mis pensamientos.

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